Érase una vez…
… un monedero que dormía en un rincón de un armario, sin que nadie lo utilizara. Cada vez que veía entrar la luz, sabía que alguien abría la puerta de su encierro, y él se ilusionaba pensando que, tal vez, sería ese el momento, la oportunidad de salir de allí. Pero no era así: nadie se acordaba que existía.
Recordaba como llegó a aquel lugar. Una mujer madura lo había arrojado allí, con un gesto de desprecio; quizá porque se lo había regalado una vecina como un detalle, al volver de sus vacaciones. Posiblemente lo había comprado en un tenderete de la calle y sin duda lo había utilizado, pues llevaba en su interior un arrugado billete de autobús; así pues, no era un regalo que su vecina hubiese comprado pensando en ella, sino un objeto que se da a cualquiera una vez usado. O quizá fue a parar al fondo del armario a causa del olor más bien desagradable que la piel de que estaba hecho despedía, además de ser áspera al tacto, lo que producía una sensación un tanto repelente. Tenía la ventaja de ser pequeño y manejable, pero sus colores apagados no lo hacían precisamente atractivo. Su futuro no parecía, pues, demasiado brillante.
El monedero ansiaba ser querido, tocado, necesitaba unas manos que le transmitiesen el sentimiento de que era útil. Le habría gustado ser abierto y cerrado, sentirse repleto de monedas y oír la música que producían al chocar unas con otras. Pero sobre todo anhelaba viajar, sentirse transportado en un bolsillo de un sitio para otro.
Se habría resignado a permanecer en aquel olvidado lugar si no fuera por ese arrugado billete de autobús que guardaba en sus entrañas, y que continuamente le recordaba cuál era su utilidad. Sabía que tenía una misión importante, la de llevar la energía que simbolizaba la riqueza de aquí para allá; y sin embargo, ¡se sentía tan pobre!
No era de nadie, no pertenecía a nadie, era un monedero olvidado. La idea de permanecer así, en el olvido, para siempre, le hacía sentir una angustiosa soledad. Por eso, cada vez que percibía la luz en su piel, sabía que alguien buscaba algo en el armario, y procuraba llamar su atención por todos los medios, ensayando algún torpe movimiento ajeno por completo a su naturaleza, sin conseguir otra cosa que lanzar su concentrado olor a cuero mal curtido a la nariz del visitante, que se apresuraba a cerrar las puertas de aquella cárcel para apartarse de tan desagradable experiencia.
En cualquier caso, era difícil que alguien pudiese verlo, pues había quedado atrapado detrás de la cajonera, dejando asomar sólo una pequeña porción de su entumecido cuerpo.
A veces soñaba, preguntándose cuál habría sido su suerte si hubiera pertenecido a alguien, a un ser humano cualquiera, en vez de ser un objeto olvidado y sin dueño. Y durante uno de esos momentos de ensoñación, mientras añoraba ser encontrado, sucedió. Lo que nunca habría podido imaginar, una niña de cuatro años, unas manos pequeñas y suaves que le sacaban de su olvido, era justo lo que estaba ocurriendo en aquel mismo instante.
– Abuela, ¿qué es esto? – La pequeña Marí observaba fascinada una lágrima que estaba brotando de aquel objeto. El monedero no podía reaccionar, ¡sólo sentir! ¡Quién sino un niño puede ver aquello para lo que el ojo adulto es ciego!
– Es un monedero, anticuado y apestoso. ¡Ve a tirarlo, pequeña!
– ¡No, abuela, por favor! -, suplicó la niña. – A mí me gusta su olor, huele a animalitos. ¿Puedo quedármelo?
– ¡Está bien! Nunca entenderé por qué a los niños les gustan siempre las cosas más destartaladas.
Marí sonrió mirando su tesoro, mientras sus pequeñas manos lo acariciaban una y otra vez. Lo abrió y cerró varias veces, haciendo correr con esfuerzo aquella cremallera atascada por el olvido. A sus cuatro años, el encuentro con aquel monedero, su olor, su tacto, le hablaban de emocionantes aventuras que podrían empezar a suceder en aquel mismo instante. Como dándole la razón, el arrugado billete de autobús, durante tanto tiempo dormido en las entrañas del monedero, pareció desperezarse una de las veces que Marí lo abría. Con cuidado, la niña lo sacó de su escondrijo y lo extendió ante sus ojos:
– ¡Éste será tu carnet de identidad, y te llamarás Quesêf! – No sabía por qué le había llamado así, pero el nombre le gustaba. Lo repitió varias veces, saboreando el sonido a modo de canción: – Quesêf. Quesêf. Quesêf. Quesêf…
El recién bautizado Quesêf se encontraba con su sueño hecho de repente realidad. Jamás pudo imaginar tanta suerte. Ninguna mano adulta habría sido capaz de tratarlo de forma tan reverente, de darle tanta importancia, tanto amor, tanto diálogo. Pues, aunque Quesêf no podía hablar, era a su manera un gran comunicador para quien supiese escucharle, y evidentemente Marí sabía hacerlo. A ningún adulto se le hubiera ocurrido ponerle nombre propio a un monedero, pero Marí escuchó su lamento silencioso, y aplicó el bálsamo curativo en la herida. Tras años de olvido, ahora Quesêf era alguien, y entre él y Marí el amor fluyó, un amor hecho de pequeños detalles y de complicidades compartidas.
La niña decidió que Quesêf sería el mejor guardián de sus tesoros, y por ello trasladó al interior de su nuevo amigo un caramelo que guardaba en el bolsillo delantero de su vestido. Al recibir al visitante, Quesêf preguntó:
– ¿Eres una moneda? ¿Y por qué estás envuelta en papel?
– No, no soy una moneda, y mi labor es endulzar la vida de los niños, pues ellos no entienden las amarguras de los mayores. ¿Sabes tú de esas amarguras?
Quesêf quedó callado, saboreando sus recuerdos, y aspiró con cada poro de su piel aquel olor a fresa que inundaba su espacio. El caramelo sintió que había tocado sin querer una herida del monedero, e incómodo se removió en su envoltura de papel.
– Comprendo. -, dijo, por decir algo. Quesêf agradeció el gesto, y dejó escapar una lágrima, que penetró a través de un hueco del papel hasta el cuerpo de fresa del caramelo y se fundió con él. Para Quesêf era toda una novedad el sabor a fresa que le estaba inundando.
La pequeña mano de Marí rescató el caramelo. A modo de despedida, Quesêf le dijo:
– ¡No te olvidaré! – Pero el caramelo le replicó:
– No me recuerdes, saboréame.
Al cabo de un tiempo, Quesêf recibió de Marí un pequeño canto rodado, acompañado de un mensaje:
– ¡Eres una joya preciosa y te guardaré con muchísimo cuidado! ¡No quiero perderte!
– Pero no eres una joya, sólo eres un canto rodado… – observó el monedero.
– Según para quién. -, respondió el canto. – Soy la joya de Marí, y para ella soy maravilloso. Y hoy, ella es mi princesa.
– ¡Es verdad, brillas como un diamante! -, exclamó, sorprendido, Quesêf.
– Los ojos de Marí me han convertido hoy en uno, y mis destellos han iluminado su rostro. De un mismo sueño nos hemos alimentado los dos.
Quesêf preguntó:
– ¿No es eso engañarse?
– No, esto es vivir. Ayer era un canto rodado, y hoy me toca ser diamante, – respondió la piedra – si a alguien le sirvo como tal.
– Pero… ¿y después, qué? -, insistió el monedero.
– Después… cuenta a los que me sigan en tu vientre, si te apetece hacerlo, que una vez guardaste la joya más preciada de Marí. Pero hoy no existe el “después”, sino sólo el “ahora”.
Iba pasando el tiempo, y el amor y las caricias de Marí transformaron la áspera piel de Quesêf en una tentación aterciopelada, a la vez que sus colores, antaño apagados destellaban ahora en suaves aguas. Recordaba su encierro en aquel oscuro armario y las ideas que le llenaban, cuando pensaba que su utilidad era exclusivamente la de guardar dinero, sin imaginar su felicidad actual, hecha de amor y embarcada en el aprendizaje a que le estaba sometiendo aquella encantadora maestra llamada Marí. Todavía no había conocido a ninguna moneda, ni siquiera de las más pequeñas, las humildes fabricadas de barato aluminio. En cambio, todo lo que Quesêf había ido guardando eran riquezas de incalculable valor que la niña, como si siguiese un plan de enseñanza cuidadosamente programado, le entregaba durante un tiempo, para luego ser sustituidas por otras todavía mejores. Aquellos tesoros le aportaban a Quesêf sublimes conocimientos, pero éstos quedaban en casi nada ante los monólogos llenos de una extraña seguridad que Marí impartía a su monedero.
Ahora era un pequeño frasco de colonia el nuevo compañero de Quesêf:
– Hola, Quesêf, ¿cómo estás?
– ¿Cómo sabes mi nombre? -, preguntó, sorprendido, el monedero.
– Tú también te transparentas, lo mismo que yo, y por eso puedo reconocerte. Tu piel resulta para mí transparente y no interfiere en mi visión ya que, como ves, soy de cristal, aunque mi esencia es el perfume.
– ¿Quieres decir que yo podría ver más si fuese transparente? -, preguntó, admirado, el monedero.
– Quiero decir que deberías filtrar tu visión a través de tu piel, para que puedas percibir la «esencia» de todo lo que te parece opaco. – , respondió el frasco de colonia.
– ¿Y por qué tendría que ver el interior de los demás? Al fin y al cabo, eso pertenece a la esfera privada de cada cual. – El monedero se sentía confuso.
En ese momento, Marí tropezó y cayó al suelo. El monedero quedó bajo su cuerpo; cuando se levantó y lo recogió, percibió una intensa fragancia que provenía de Quesêf.
– ¡Mmm, qué bien huele! – Marí lo acercó a su nariz; después, lo abrió y observó los cristales rotos. – ¡Qué pena, se ha roto! Pero ahora Quesêf huele bien. – Se dirigió a la cocina, buscó el recipiente de la basura y sacudió en él los cristales rotos. Entre tanto, el monedero se estaba despidiendo de su efímero huésped:
– Adiós, amigo, yo me he beneficiado de tu esencia; ¿puedo hacer algo por ti?
– Difunde mi mensaje. Cuéntale al mundo que para realizar la propia obra debemos romper sin temor nuestras limitaciones. Mi obra era perfumarte, y eso es lo que he hecho.
Era agradable la música de las monedas que Marí depositaba por primera vez en su monedero, y Quesêf intuyó, más que supo, que aquello era dinero. Una de ellas preguntó:
– ¿Eres pobre?
– No, ¿por qué lo preguntas? – contestó Quesêf.
– Tienes poco dinero. -, contestó con aire crítico la moneda.
– Sí, es verdad, pero sé de diamantes, sabores, esencias y amores; y también sé de dolores, a pesar de que vosotras sois las primeras monedas que recibo en mi interior.
– ¿Y cómo es que conoces tanto si no viajas? Nosotras vamos aprendiendo según pasamos de mano en mano, viajando de acá para allá. En cada lugar y en cada mano siempre se aprende algo nuevo, pero, la verdad, nunca había oído que se pudiera adquirir tanto conocimiento sin moverse. – La voz de la moneda sonaba escéptica.
– El hombre cree que ha de buscar una vía que le conduzca a la sabiduría, sin darse cuenta de que la sabiduría consiste “en darse cuenta de que está desde el principio en el lugar adecuado para encontrarse con ella.” – A lo largo de todos aquellos años, primero de soledad y de abandono, y después compartiendo su vida con los pequeños objetos que Marí le iba entregando, Quesêf se volvía más y más un verdadero maestro. Se dirigió a aquella moneda:
– Pero dime, cuéntame algo de ti, de todas vosotras.
La moneda buscó en sus recuerdos palabras hermosas que contar al monedero; sin embargo, desde algún oscuro y profundo centro de su ser algo comenzó a expresarse a través de ella, sorprendiéndola como si las palabras le fuesen ajenas:
– Somos una energía necesaria para todos, y sin embargo no a todos llegamos. El humilde no sabe aceptarnos, y por eso la mayoría de nosotras quedamos en poder de unos pocos, que nos emplean en acumularnos más y más, apartándonos muchas veces de las obras humanitarias, cuando no nos usan en hacer daño a otros seres. Es éste uno de los mayores desequilibrios del planeta. Hacen falta «corazones con dinero», y también «dinero con corazón». Permitir que el dinero se acumule y se monopolice es, cuando menos, un acto tan irresponsable, y a la larga tan dañino como el derroche. Se nos utiliza mal demasiadas veces, no sólo por excesos de los poderosos, sino también por defecto de los que se llaman a sí mismos humildes, en realidad, inconscientes del daño que la hacen al mundo con su rechazo. Si a cada ser humano le corresponde por derecho, una porción de éste, del mismo modo que el aire que respira, y no lucha por tenerlo, en manos de quién está, y que se está haciendo con ello. La balanza está cada vez más desequilibrada, y mucho de lo que queda por hacer nos tememos que causará más daño una vez se realice, pues el poder ciega a los que lo tienen, y la acumulación de dinero es eso, poder.
Quesêf había escuchado en silencio el largo discurso de la moneda. Algo se estaba moviendo en su interior. Al cabo, preguntó:
– Y yo, ¿qué puedo hacer? Me gustaría ayudar a remediar esa situación. Marí es muy niña, y no sabe nada de esto que me contáis.
Fue una vieja moneda la que contestó al monedero. Sus bordes mellados, su brillo apagado y sus dibujos apenas visibles atestiguaban su antigüedad. La contestación de la moneda vino en forma de pregunta:
–¿Fue ella la que te dio el nombre que llevas?
– Sí, – respondió Quesêf, sorprendido. – ¿Por qué me lo preguntas?
La vieja moneda siguió preguntando;
– ¿Sabías que Quesêf significa riqueza, dinero o plata? Es una palabra que procede del idioma hebreo. Lo sé porque durante mucho tiempo compartí otro monedero con una moneda que procedía de Israel, y ella me lo contó. ¡Tus raíces son viejas, y esa niña sabe más de lo que ella misma sospecha! Tu mayor riqueza, el mejor servicio que puedes ofrecer, es todo el archivo de los conocimientos que la pequeña te ha dado. Ofréceselo al mundo, y si el mundo tiene oídos para oír, despertará.
Quesêf comprendía ahora que Marí le había estado preparando para una misión importante, la más importante quizá, y lo había hecho con amor y ternura, con compasión y dialogo, haciéndole fijarse y apreciar las pequeñas cosas que hacen que la vida se vuelva intensa. Con una lágrima que procuró esconder bajo su cremallera, comprendió que debía volver a las manos que un día le habían rechazado. Ya era lo suficientemente adulto, y había llegado el momento de dejar la compañía de Marí. Si su nombre significaba riqueza, no podía seguir siendo su compañero de juegos.
La niña también lo sabía. Acercó el monedero a su carita, cerró los ojos y desde su interior envió a Quesêf un silencioso adiós. Ambos sabían que no hay separación, pese a la distancia, cuando los corazones son uno.
– ¡Mira, abuela! -, dijo Marí, mostrándole el monedero.
– ¡Uy, que monedero tan bonito! ¿Dónde lo encontraste?
– No me lo he encontrado, abuela.
– Entonces, ¿te lo ha regalado alguien? -, preguntó suspicaz la mujer.
– Tú me lo regalaste, abuela. ¿Ya no te acuerdas? Es el que estaba escondido en el armario.
– ¿De veras es éste? -, preguntó incrédula la abuela.
– Sí, se puso suave de tocarlo y acariciarlo, y ahora huele a perfume de rosas. ¿Verdad que es bonito, abuela?
Realmente, era un monedero precioso. ¿Cómo no se había dado cuenta entonces, cuando se lo había regalado su vecina? Sintió la necesidad de tocarlo, de acariciarlo. Era demasiado «bonito» para estar en manos de una niña como Marí, aunque se tratase de su nieta.
– ¿Puedo verlo de cerca? ¿Me dejas? – Se estaba muriendo de ganas de tenerlo entre las manos. – Es que no tengo aquí mis gafas y no veo bien. -, añadió a modo de explicación, sin recordar que sus gafas colgaban de un cordón alrededor de su cuello. Marí hizo esfuerzos para no reírse. Ella era quien actuaba con la sabiduría de un anciano, mientras que su abuela se mostraba infantil.
– Es para ti, abuela. Te lo regalo.
La abuela pensó, sorprendida: «Cómo son los niños. Se quedan con lo más estropeado, y en cambio no le dan valor a lo bello.» Marí siguió hablando, provocando en su abuela un asombro creciente:
– ¿Sabes, abuela? Se llama Quesêf, para mí significa riqueza, y es mi mejor amigo. Se ha puesto muy bonito de tocarlo y las señoras me preguntan por él, pero yo siempre digo que es de mi abuela, para que no me lo quiten. – Marí lo tomó entre sus manos y se lo alargó a su abuela: – ¡Toma, abuela! Te hará mucha compañía, pero, por favor, no pierdas su carnet de identidad, está dentro.
La abuela retuvo las manos de su nieta, y se sintió conmovida. Jamás había recibido un regalo con más entrega, con más amor. Y comprendió que lo que olvidamos, lo que rechazamos, debe volver a nosotros con la correspondiente enseñanza incorporada a ello… si es que somos capaces de escuchar el mensaje.
Acarició amorosamente el monedero, y Quesêf dejó caer una lágrima, que intentó guardar en su interior, para que la abuela no lo notara. Ésta sintió la humedad en su mano, y se dijo que debía tener cuidado con el sudor no se fuera a estropear aquella maravilla. Abrió el monedero, y descubrió en su interior el viejo billete de autobús.
– ¿Cómo? ¿Todavía conservas este billete de autobús? – E hizo ademán de tirarlo. Marí saltó:
– ¡No, abuela, no lo tires! ¡Ese es su carnet!
Al extenderlo, la abuela descubrió que aquel papel, que a ella le había parecido un viejo billete de autobús, era en realidad la etiqueta del fabricante. O al menos eso parecía, pues estaba escrita en árabe, idioma que ella habló en su lejana infancia y ahora casi había olvidado. Con lágrimas en los ojos, leyó trabajosamente las palabras al-qahira y misr. ¡El Cairo y Egipto! ¡Su lejana patria, que abandonó cuando era poco más que una niña, para casarse con el que fue su marido, como vía de escape de un ambiente de pobreza que la estaba ahogando! Entonces comprendió que su rechazo hacia aquel objeto ocultaba algo mayor y más profundo que debía ser investigado cuidadosamente. En cierto modo, y sin saberlo, había rechazado su propio origen, y tuvo que existir una causa para ello.
Sus manos empezaron a calentarse, y el monedero emanó esa esencia de rosas que delataba su presencia. Pronunció despacio el nombre que la niña le había dicho:
–¡Quesêf! – ¿Cómo una niña pequeña, que no sabía nada del origen de su abuela, había encontrado aquel nombre tan apropiado? Ciertamente, la palabra era hebrea, y no árabe, pero el significado era bien preciso. Además, le recordaba la palabra árabe qassif, que significa «ser tierno o frágil», y también «romperse». Y ese sentimiento de fragilidad, y a la vez de sentirse rota, se le hizo patente. Volvió a repetir lentamente la palabra: – Quesêf, riqueza. –
Se le agolparon un sin fin de recuerdos de su infancia, y se vio reflejada en Marí, en su seguridad, en su sabiduría, que ahora sentía haber perdido, entre renuncias y rechazos. Añoró aquella alegría, sin miedos ni dudas, y recordó caras de adultos sorprendidos por sus palabras. Y supo que no debió apartarse nunca de su niñez, y que debía recuperarla; esperaba poder conseguirlo antes de pasar a la Otra Orilla.
Le volvió de sus recuerdos el tirón suave en su falda de la mano de Marí. La niña sonreía silenciosamente, y tenía un extraño brillo en los ojos, un brillo que la imponía, llenándola de un profundo respeto. Tras esa mirada había un adulto… no, un adulto no, un anciano lleno de profunda comprensión hacia todo lo que sentía en esos momentos. Tras unos instantes, pudo recuperar la calma. Ahora, Marí era otra vez una niña que parecía haber olvidado todo lo que acababa de suceder. Se fue saltando, dispuesta a comenzar otro de sus interminables juegos, pero se detuvo un instante en la mitad del pasillo, se paró como reflexionando, y después, despacio, muy despacio, se volvió y le guiñó un ojo a su abuela. Ésta recordó entonces que en su infancia ese guiño había sido una contraseña secreta con su propia abuela, aquella sabia abuela que parecía haber conservado todos los secretos mágicos de los antiguos sacerdotes de Isis.
Decidió recuperar su niñez escribiendo cuentos. Escribiría la historia de aquel monedero, y titularía al cuento “Quesêf”. Algún tiempo después, cuando lo hubo terminado y lo releyó, supo que la pobreza que la había hecho abandonar sus raíces y mantenido en una “travesía del desierto”, la había conducido a recuperar su verdadera riqueza, la de su propio corazón.
Web: carmenhaut.com
Carmen Haut Gallardo – Mago Yel 1995.